lunes, 21 de junio de 2010
El arte de amar entre padres e hijos
Al nacer, el infante sentiría miedo de morir si un gracioso destino no lo protegiera de cualquier conciencia de la angustia implícita en la separación de la madre y de la existencia intrauterina. Aun después de nacer, el infante es apenas diferente de lo que era antes del nacimiento; no puede reconocer objetos, no tiene aún conciencia de sí mismo, ni del mundo como algo exterior a él. Sólo siente la estimulación positiva del calor y el alimento, y todavía no los distingue de su fuente: la madre. La madre es calor, es alimento, la madre es el estado eufórico de satisfacción y seguridad. Ese estado es narcisista, para usar un término de Freud. La realidad exterior, las personas y las cosas, tienen sentido sólo en la medida en que satisfacen o frustran el estado interno del cuerpo. Sólo es real lo que está adentro; lo exterior sólo es real en función de mis necesidades -nunca en función de sus propias cualidades o necesidades-. Cuando el niño crece y se desarrolla, se vuelve capaz de percibir las cosas como son; la satisfacción de ser alimentado se distingue del pezón, el pecho de la madre. Eventualmente, el niño experimenta su sed, la leche que le satisface, el pecho y la madre, como entidades diferentes. Aprende a percibir muchas otras cosas como diferentes, como poseedoras de una existencia propia: En ese momento empieza a darles nombres. Al mismo tiempo aprende a manejarlas; aprende que el fuego es caliente y doloroso, que el cuerpo de la madre es tibio y placentero, que la mamadera es dura y pesada, que el papel es liviano y se puede rasgar. Aprende a manejar a la gente; que la mamá sonríe cuando él come; que lo alza en sus brazos cuando llora; que lo alaba cuando mueve el vientre. Todas esas experiencias se cristalizan o integran en la experiencia: me aman. Me aman porque soy el hijo de mi madre. Me aman porque estoy desvalido. Me aman porque soy hermoso, admirable. Me aman porque mi madre me necesita. Para utilizar una fórmula más general: me aman por lo que soy, o quizá más exactamente, me aman porque soy. Tal experiencia de ser amado por la madre es pasiva. No tengo que hacer nada para que me quieran -el amor de la madre es incondicional-. Todo lo que necesito es ser -ser su hijo-. El amor de la madre significa dicha, paz, no hace falta conseguirlo, ni merecerlo. Pero la cualidad incondicional del amor materno tiene también un aspecto negativo. No sólo es necesario merecerlo, mas también es imposible conseguirlo, producirlo, controlarlo. Si existe, es como una bendición; si no existe, es como si toda la belleza hubiera desaparecido de la vida -y nada puedo hacer para crearla-.
Para la mayoría de los niños entre los ocho y medio a los diez años (Cf. la descripción que de ese desarrollo hace Sullivan en The Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York, W. W. Norton and Co., 1953.), el problema consiste casi exclusivamente en ser amado -en ser amado por lo que se es-. Antes de esa edad, el niño aún no ama; responde con gratitud y alegría al amor que se le brinda. A esa altura del desarrollo infantil, aparece en el cuadro un nuevo factor: un nuevo sentimiento de producir amor por medio de la propia actividad. Por primera vez, el niño piensa en dar algo a sus padres, en producir algo -un poema, un dibujo, o lo que fuere-. Por primera vez en la vida del niño, la idea del amor se transforma de ser amado a amar, en crear amor. Muchos años transcurren desde ese primer comienzo hasta la madurez del amor. Eventualmente, el niño, que puede ser ahora un adolescente, ha superado su egocentrismo; la otra persona ya no es primariamente un medio para satisfacer sus propias necesidades. Las necesidades de la otra persona son tan importantes como las propias; en realidad, se han vuelto más importantes. Dar es más satisfactorio, más dichoso que recibir; amar, aún más importante que ser amado. Al amar, ha abandonado la prisión de soledad y aislamiento que representaba el estado de narcisismo y autocentrismo. Siente una nueva sensación de unión, de compartir, de unidad. Más aún, siente la potencia de producir amor -antes que la dependencia de recibir siendo amado- para lo cual debe ser pequeño, indefenso, enfermo -o "bueno"-. El amor infantil sigue el principio: "Amo porque me aman." El amor maduro obedece al principio: "Me aman porque amo." El amor inmaduro dice: "Te amo porque te necesito." El amor maduro dice: "Te necesito porque te amo."
En estrecha relación con el desarrollo de la capacidad de amar está la evolución del objeto amoroso. En los primeros meses y años de la vida, la relación más estrecha del niño es la que tiene con la madre. Esa relación comienza antes del nacimiento, cuando madre e hijo son aún uno, aunque sean dos. El nacimiento modifica la situación en algunos aspectos, pero no tanto como parecería. El niño, si bien vive ahora fuera del vientre materno, todavía depende por completo de la madre. Pero día a día se hace más independiente: aprende a caminar, a hablar, a explorar el mundo por su cuenta; la relación con la madre pierde algo de su significación vital; en cambio, la relación con el padre se torna cada vez más importante.
Para comprender ese paso de la madre al padre, debemos considerar las esenciales diferencias cualitativas entre el amor materno y el paterno. Hemos hablado ya acerca del amor materno. Ese es, por su misma naturaleza, incondicional. La madre ama al recién nacido porque es su hijo, no porque el niño satisfaga alguna condición específica ni porque llene sus aspiraciones particulares. (Naturalmente, cuando hablo del amor de la madre y del padre, me refiero a "tipos ideales" -en el sentido de Max Weber o en el del arquetipo de Jung- y no significo que todos los padres amen en esa forma. Me refiero al principio materno y al paterno, representados en la persona materna y paterna.) El amor incondicional corresponde a uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano; por otra parte, que nos amen por los propios méritos, porque uno se lo merece, siempre crea dudas; quizá no complací a la persona que quiero que me ame, quizás eso, quizás aquello -siempre existe el temor de que el amor desaparezca-. Además, el amor "merecido" siempre deja un amargo sentimiento de no ser amado por uno mismo, de que sólo se nos ama cuando somos complacientes, de que, en último análisis, no se nos ama, sino que se nos usa. No es extraño, entonces, que todos nos aferremos al anhelo de amor materno, cuando niños y también cuando adultos. La mayoría de los niños tienen la suerte de recibir amor materno (más adelante veremos en qué medida). Cuando adultos, el mismo anhelo es más difícil de satisfacer. En el desarrollo-más satisfactorio, permanece como un componente del amor erótico normal; muchas veces encuentra su expresión en formas religiosas, pero con mayor frecuencia en formas neuróticas.
La relación con el padre es enteramente distinta. La madre es el hogar de donde venimos, la naturaleza, el suelo, el océano; el padre no representa un hogar natural de ese tipo. Tiene escasa relación con el niño durante los primeros años de su vida, y su importancia para éste no puede compararse a la de la madre en ese primer período. Pero, si bien el padre no representa el mundo natural, significa el otro polo de la existencia humana; el mundo del pensamiento, de las cosas hechas por el hombre, de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes y la aventura. El padre es el que enseña al niño, el que le muestra el camino hacia el mundo.
En estrecha conexión con esa función, existe otra, vinculada al desarrollo económico-social. Cuando surgió la propiedad privada, y cuando uno de los hijos pudo heredar la propiedad privada, el padre comenzó a seleccionar al hijo a quien legaría su propiedad. Desde luego, elegía al que consideraba mejor dotado para convertirse en su sucesor, el hijo que más se le asemejaba y, en consecuencia, el que prefería. El amor paterno es condicional. Su principio es "te amo porque llenas mis aspiraciones, porque cumples con tu deber, porque eres como yo". En el amor condicional del padre encontramos, como en el caso del amor incondicional de la madre, un aspecto negativo y uno positivo. El aspecto negativo consiste en el hecho mismo de que el amor paterno debe ganarse, de que puede perderse si uno no hace lo que de uno se espera. A la naturaleza del amor paterno débese el hecho de que la obediencia constituya la principal virtud, la desobediencia el principal pecado, cuyo castigo es la pérdida del amor del padre. El aspecto positivo es igualmente importante. Puesto que el amor de mi padre es condicional, es posible hacer algo por conseguirlo; su amor no está fuera de mi control, como ocurre con el de mi madre.
Las actitudes del padre y de la madre hacia el niño corresponden a las propias necesidades de ése. El infante necesita el amor incondicional y el cuidado de la madre, tanto fisiológica como psíquicamente. Después de los seis años, el niño comienza a necesitar el amor del padre, su autoridad y su guía. La función de la madre es darle seguridad en la vida; la del padre, enseñarle, guiarlo en la solución de los problemas que le plantea la sociedad particular en la que ha nacido. En el caso ideal, el amor de la madre no trata de impedir que el niño crezca, no intenta hacer una virtud de la desvalidez. La madre debe tener fe en la vida, y, por ende, no ser exageradamente ansiosa y no contagiar al niño su ansiedad. Querer que el niño se torne independiente y llegue a separarse de ella debe ser parte de su vida. El amor paterno debe regirse por principios y expectaciones; debe ser paciente y tolerante, no amenazador y autoritario. Debe darle al niño que crece un sentido cada vez mayor de la competencia, y oportunamente permitirle ser su propia autoridad y dejar de lado la del padre.
Eventualmente, la persona madura llega a la etapa en que es su propio padre y su propia madre. Tiene, por así decirlo, una conciencia materna y paterna. La conciencia materna dice: "No hay ningún delito, ningún crimen, que pueda privarte de mi amor, de mi deseo de que vivas y seas feliz." La conciencia paterna dice: "Obraste mal, no puedes dejar de aceptar las consecuencias de tu mala acción, y, especialmente, debes cambiar si quieres que te aprecie." La persona madura se ha liberado de las figuras exteriores de la madre y el padre, y las ha erigido en su interior. Sin embargo, y en contraste con el concepto freudiano del superyó, las ha construido en su interior sin incorporar al padre y a la madre, sino elaborando una conciencia materna sobre su propia capacidad de amar, y una conciencia paterna fundada en su razón y su discernimiento. Además, la persona madura ama tanto con la conciencia materna como con la paterna, a pesar de que ambas parecen contradecirse mutuamente. Si un individuo conservara sólo la conciencia paterna, se tornaría áspero e inhumano. Si retuviera únicamente la conciencia materna, podría perder su criterio y obstaculizar su propio desarrollo o el de los demás.
En esa evolución de la relación centrada en la madre a la centrada en el padre, y su eventual síntesis, se encuentra la base de la salud mental y el logro de la madurez. El fracaso de dicho desarrollo constituye la causa básica de la neurosis. Si bien está más allá de los propósitos de este libro examinar más profundamente este punto, algunas breves observaciones servirán para aclarar esa afirmación.
Una de las causas del desarrollo neurótico puede radicar en que el niño tiene una madre amante, pero demasiado indulgente o dominadora, y un padre débil e indiferente. En tal caso, puede permanecer fijado a una temprana relación con la madre, y convertirse en un individuo dependiente de la madre, que se siente desamparado, posee los impulsos característicos de la persona receptiva, es decir, de recibir, de ser protegido y cuidado, y que carece de las cualidades paternas -disciplina, independencia, habilidad de dominar la vida por sí mismo-. Puede tratar de encontrar "madres" en todo el mundo, a veces en las mujeres y a veces en los hombres que ocupan una posición de autoridad y poder. Si, por el contrario, la madre es fría, indiferente y dominadora, puede transferir la necesidad de protección materna al padre y a subsiguientes figuras paternas, en cuyo caso el resultado final es similar al caso anterior, o se convierte en una persona de orientación unilateralmente paterna, enteramente entregado a los principios de la ley, el orden y la autoridad, y carente de la capacidad de esperar o recibir amor incondicional. Ese desarrollo se ve intensificado si el padre es autoritario y, al mismo tiempo, muy apegado al hijo. Lo característico de todos esos desarrollos neuróticos es el hecho de que un principio, el paterno o el materno, no alcanza a desarrollarse, o bien -como ocurre en muchas neurosis serias que los papeles de la madre y el padre se tornan confusos tanto en lo relativo a las personas exteriores como a dichos papeles dentro de la persona. Un examen más profundo puede mostrar que ciertos tipos de neurosis, las obsesivas, por ejemplo, se desarrollan especialmente sobre la base de un apego unilateral al padre, mientras que otras, como la histeria, el alcoholismo, la incapacidad de autoafirmarse y de enfrentar la vida en forma realista, y las depresiones, son el resultado de una relación centrada en la madre.
Autor: Erich Fromm
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